La hija de las mareas by Pilar Sánchez Vicente

La hija de las mareas by Pilar Sánchez Vicente

autor:Pilar Sánchez Vicente [Sánchez Vicente, Pilar]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-10-21T00:00:00+00:00


7

De los sucesos que precedieron a la Revolución y otros que me trajeron alegría y tristeza

Las novelas de Cervantes y de sus coetáneos dejan entrever que siglos atrás las cuatro estaciones del año se respetaban, unos meses los árboles perdían hoja y otros la echaban y daban fruto. Nunca conocí esa bonanza en mi tierra ni, mucho menos, en París. Allí apenas había dos meses de verano y el invierno se extendía a primavera y otoño. Yo he visto carámbanos colgar de las gárgolas de Notre-Dame y el Sena helado como el Támesis, aunque la capa fuera menos gruesa y no permitiera caminar encima. Con el deshielo se inundaban las zonas de cultivo y el agua arruinaba las cosechas, se perdía el trigo, la uva y la oliva, y su putrefacción provocaba plagas de insectos y roedores con mortíferas epidemias.

A partir de 1785 cada año fue peor que el anterior, el precio del grano sembrado se disparaba tanto por su escasez como por el acaparamiento que realizaban algunos nobles. Las protestas se sucedían. Tras aguantar colas interminables, las más afortunadas conseguían una hogaza, y aunque ya se hacía harina de bellota, castaña o habas, el hambre provocaba continuos altercados.

Fueron las «revueltas del pan».

En los meses de junio y julio oleadas de campesinos hambrientos invadían París, expulsados de un campo que no les daba para comer a una ciudad incapaz de acogerlos. Estos desheredados ocupaban arrabales, cuevas, catacumbas y casas abandonadas en las zonas más sombrías, fangosas y húmedas de la ciudad, donde morían sin que nadie llevara la cuenta.

En el subsuelo infecto habitaban tantas personas como en la superficie. Nada más amanecer, miles de indigentes cubiertos de mugre y harapos pestilentes salían como ratas por las alcantarillas en busca de algo que llevarse a la boca por las buenas o las malas. Las calles estaban atiborradas de prostitutas cada vez más jóvenes, menores semidesnudos mendigando, pandillas de ladronzuelos, pícaros y viejos desahuciados que se escondían al caer la oscuridad. De noche solo andaban a la luz de las velas malandrines, asesinos y gentes de mal vivir.

Estaba paseando con Josephine cuando vimos a un hombre que pedía limosna con una venda ensangrentada en los ojos.

—Tened piedad de este pobre herrero, una chispa me ha saltado a los ojos y ahora no podré trabajar más. ¿Qué será de mí y de mis seis retoños? ¡Apiadaos de mi familia y Dios os recompensará!

Vacié mi faltriquera en el cuenco de madera que tenía a los pies, donde había más monedas. Ya antes le había dado una limosna a una niña llena de pústulas que jugaba en el barro y a una madre con su retoño al pecho.

—Es imposible pasear por París…

Como si me hubieran escuchado, una banda de raterillos salidos de la nada nos rodeó tirándonos de la ropa.

—Dadnos algo, ¿no tenéis monedas para nosotros?

—Deme algo, señora.

Josephine apretó su monedero. Yo respondí al que tenía más pegado a mi falda:

—Le he dado cuanto llevaba a ese ciego.

Un hombre se acercó.

—¿Os están molestando?

Josephine sintió un



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